El próximo día 25 se conmemora la jornada mundial en defensa de la vida. Desde la Comisión diocesana de Ecología Integral de Madrid, nos parece un buen momento para recordar el valor sagrado de toda vida. Nos parece paradójico que sea necesario dedicar un día a recordar un derecho que está en la base de todos los demás: sin derecho a la vida, no existe ningún otro derecho. Como ocurre en celebraciones similares, el día 25 de marzo nos da pie para recordar la importancia de lo que celebramos y reivindicar lo que todavía queda por conseguir. A lo largo de la historia, los derechos han ido consiguiéndose de manera gradual: primero fue la abolición de la esclavitud, luego la independencia jurídica de las mujeres, más tarde los derechos civiles para las poblaciones marginales, personas de otras razas o religiones. Desgraciadamente, no en todos los países está ampliación de la frontera moral está asegurada, no en todos hay igualdad ante la ley respecto a los grupos minoritarios, no en todos las mujeres tienen las mismas oportunidades que los hombres, todavía en muchos se siguen despreciando los derechos humanos más elementales.
Es triste también recordar que en la mayor parte de los países que consideramos socialmente avanzados, todavía no todos los seres humanos tienen garantizado el derecho a la vida, lo cual resulta a la vez sonrojante y sorprendente, casi inconcebible. La ciencia moderna sabe lo suficiente sobre los primeros estadios del desarrollo embrionario para afirmar, sin ninguna duda, que una vez producida la fecundación, el ser resultante tiene una carga genética genuinamente humana, distinta a la de sus padres biológicos, y perfectamente autónoma, en el sentido que no necesita algo externo que le complete, solo que le alimente. Entre la fecundación y el nacimiento no ocurre nada biológicamente relevante para establecer un antes y un después en el proceso de “humanización” de ese embrión gestante. Por otro lado, la dependencia de ese niño o niña no puede justificar que se decida sobre ellos a voluntad: al fin y al cabo, también serán dependientes de su madre muchos días después de nacer. Discutir sobre la viabilidad de un embrión humano, cuando ahora se hacen tratamientos y operaciones intrauterinas, tampoco aporta nada al fondo de la discusión; es más, parece que ya ni siquiera es necesaria la discusión, pues algunos consideran el debate cerrado. La gran mayoría de los ciudadanos de los países occidentales asumen como moralmente aceptable el aborto, la eliminación de un ser humano en gestación, cuyo derecho a la vida se pone por debajo de otros derechos que se esgrimen como confrontados: la necesidad, la autonomía, la inmadurez o el descuido se consideran razones suficientes para acabar con la vida de quien pocos meses después será un ser humano como cualquiera de nosotros.
Ciertamente, deben considerarse las dificultades económicas, la juventud de las gestantes y las situaciones de violencia que a veces ocurren en torno a un embarazo. En este sentido, no se trata tanto de enjuiciar sino de proteger a quien es más vulnerable. Los movimientos pro-provida no solo denuncian, sino que también se implican, para apoyar -económica y sicológicamente- a quien pasa por situaciones difíciles. Ver ahora las fotos de jóvenes de 14 o 15 años que, sin ese apoyo, hubieran sido abortados, que no existirían, es un argumento humano incontestable para seguir defendiendo la vida del ser humano en gestación.
La ecología es la ciencia de la vida, de las relaciones de dependencia entre los seres vivos, de los sistemas biodiversos, donde todos reciben algo y ponen algo, donde no debería haber excluidos. Los niños y niñas en gestación parece que no forman todavía parte de la comunidad moral que garantice su continuidad: todo queda al criterio de los padres. Pero una vida humana, toda vida, no puede ser instrumento para otra cosa, tiene una dignidad inviolable, es preciso protegerla, precisamente por ser la más vulnerable. La ecología integral no puede mirar para otro lado cuando se trata de defender la vida humana en todas sus edades, en todas sus condiciones: no hay vidas dignas e indignas, a nosotros no nos toca juzgar eso; tan solo aceptarlas con la acogida de quien recibe a un ser débil y decide cuidarlo.
Romper la cadena de la vida traerá consecuencias graves para nuestra civilización, ya las está teniendo, tanto sociales como ambientales. Como bien nos recuerda el papa Francisco: “Cuando no se reconoce en la realidad misma el valor de un pobre, de un embrión humano, de una persona con discapacidad –por poner sólo algunos ejemplos–, difícilmente se escucharán los gritos de la misma naturaleza. Todo está conectado” (Laudato Sí, n. 117). Respetar la vida es respetarla en todas sus formas; no tendría sentido hacerlo para las vidas de otras especies, menospreciando la nuestra. La lógica del cuidado es la misma en un caso y en otro, también la lógica del desprecio: «si pensás que el aborto, la eutanasia y la pena de muerte son aceptables, a tu corazón le va a resultar difícil preocuparse por la contaminación de los ríos y la destrucción de la selva. Y lo inverso también es cierto. Así que, aunque la gente siga sosteniendo vehementemente que son problemas de un orden moral distinto, mientras se insista en que el aborto está justificado, pero no la desertificación, o que la eutanasia está mal, pero la contaminación de los ríos es el precio del progreso económico, seguiremos estancados en la misma falta de integridad que nos llevó a donde estamos» (Papa Francisco, Soñemos juntos. El camino a un mundo futuro mejor, 2020, 37).